Del Cigala a la nada

Del Cigala a la nada

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| Nota publicada el 29 de Abril de 2010

La otra noche fui a uno de los shows más interesantes que vi en los últimos años. Diego El Cigala se puso a cantar tangos y la rompió en la sala principal del complejo Adela Reta del Sodre. Claro, un show que empiece con “Garganta con arena” y siga con “Las cuarenta”, ambos aflamencados, no puede fallar. Si, además, en el medio aparece Andrés Calamaro, abuelo de la nada, sobrio y de lentes negros, para cantar con Diego “yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar” y, al rato, “en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”, la cosa es casi perfecta. Casi, digo, porque la sensación que me dejó el espectáculo fue de ensayo general, como aprendiéndose las letras —que se entreveraban como en un show de Les Luthiers— e improvisando arreglos para el show “de verdad”, que el mismo equipo va a dar esta semana en Buenos Aires para grabar un DVD que vamos a poder regalar en Navidad. Uno de los mayores méritos del Cigala es el repertorio, una colección de standards asegurados que puede funcionar bien en cualquier lugar, tanto en un crucero por el Atlántico como en un concierto de rock como en un teatro como en un tablado flamenco. Otro de los méritos, justamente, es alejar al flamenco del tablao casi nacionalista y hacerlo más cosmopolita, acercándolo al jazz, a los sonidos cubanos y ahora al tango —se acopla bien con el bandoneón, también—. Y el tercer mérito, quizá el más importante, es la voz, esa voz sutil y desgarrada, serpenteante y feliz, sufriente y pasional, un instrumento más que, cuando no canta, anda por ahí regalando olés. Un gran espectáculo, además, en un gran teatro. El auditorio Adela Reta está a nivel de los mejores del mundo. Es cómodo, elegante, sobrio y tiene una acústica impresionante. Se escucha todo. Y todo separado. Haga la prueba un día. Vaya a ver a una orquesta cualquiera. Cierre los ojos. Escuche y déjese llevar.

Así que el jueves 22, bajando las escaleras, éramos personas casi felices. Es más, podíamos sentirnos en cualquier otro país. En uno civilizado. Podíamos estar perfectamente en un teatro de Londres o de Nueva York. Habíamos visto un concierto de primer nivel internacional en un sitio de primer nivel internacional. Íbamos sintiéndonos privilegiados, pensando que la agenda musical de Montevideo está a la altura de la de Nueva York. El martes, Johnatan Richman. El miércoles, Rubén Blades. El jueves, El Cigala. Y la cosa seguirá con Maria João, con Calamaro, con Cat Power. Parecemos una ciudad del primer mundo, pensaba, abandonando el local del Sodre y subiendo hasta 18 de Julio, medio muerto de frío al chocar con la calle.

Y el frío me hizo despertar y ver la otra realidad. La realidad de después del concierto. La del plancha que me mira para ver si lo que llevo colgado es un laptop o un morral con cosas sin valor como libros y discos y revistas. La del contenedor abierto en plena calle Mercedes, con un olor a podrido que voltea. La de los que duermen en el piso, con una botella de vino de plástico, y me saludan aunque no se acuerdan de dónde me conocen. La de los changuitos de 100 pesos de 18 de Julio. La de la parada de Il Mondo de la Pizza, con 12 tipos que nos paramos frente a la televisión para mirar de garrón el partido de Racing contra Cerro Porteño por la Libertadores. Cero a cero, claro, si es fútbol uruguayo. Racing y Cerro quedan afuera de la copa, claro, si más no se les podía pedir. Y así va pasando el tiempo. Diez minutos. Quince. Veinticinco. Espero un ómnibus que me saque de ahí, que me lleve a algún lugar más o menos familiar. Pasa una hora y media. Ya me olvidé de cómo y por qué llegué a ese sitio. Me olvidé de El Cigala, que debe estar cenando en algún restaurante portugués. Quiero estar en mi casa y el ómnibus sigue sin pasar. “Ah, un 104 a esta hora, difícil”, me dice el mozo de Il Mondo de la Pizza. “Bueno, un 60 por lo menos”, le contesto. “Mmmmm”, pone cara de que también es complicado. “Es justo la hora del recambio”. No entiendo de qué me habla, no sé qué es el recambio. Decido tomarme un taxi. Le digo la dirección. “¿Me podría indicar el camino?”. Me doy la cabeza varias veces contra la mampara. “No, no le puedo indicar. Conocer el camino es parte de su trabajo, no del mío. Lléveme donde le digo y listo”. Indignado, pienso que yo no le ando preguntando a los taxistas qué adjetivo va mejor en esta frase o de qué tema escribir cada semana. “Dicho sea de paso, la columna de la semana pasada estuvo medio chaucha, eh, medio flojita”, se da vuelta y deja de mirar el camino para increparme. “A nadie le importa si usted se está mudando o no, no? Si no tiene tema para escribir, mejor no escriba”. Resignado, quiero volver a Nueva York, donde tocó El Cigala. Allá, por lo menos, los taxistas no hablan el mismo idioma de los lugareños.