Paul en la mira

Paul en la mira

escribe Eduardo Alvariza

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| Columna publicada el 19 de Abril de 2012

Lo veía a lo lejos, en las alturas, como desde un avión. La noche otoñal, calurosa, casi de verano, límpida y estrellada, brindaba una excelente visibilidad. Y los edificios con las luces encendidas en los últimos pisos funcionaban como parte de la coreografía de un Estadio Centenario lleno de gente, en las tribunas y en la cancha, una multitud que bullía y no debido a un partido de fútbol sino a un megaconcierto.

Estaba apostado con su estuche en el último piso del Hospital de Clínicas, en una habitación húmeda y casi vacía, de proporciones indescifrables. Nadie le había preguntado por el estuche, nadie le había impedido la entrada. Había subido por el ascensor como si fuese su propia casa. Era como si los médicos, los enfermeros y los pacientes también estuviesen pendientes de lo que ocurría en el estadio. Su cliente era un tipo raro. Le había dado una lista de músicos que debían desaparecer: Elton John, Cher, un tal Cerati (ese caso era jugar y cobrar: solo había que desconectarlo), Britney Spears y Paul McCartney. De esa lista, él hubiese eliminado a algunos; a otros, no. Pero sobre gustos no hay nada escrito.

Trancó la puerta para que nadie entrara, se puso los auriculares (odiaba el pop, el rock y el jazz, solo escuchaba a Erik Satie), abrió el estuche, sacó el rifle y el trípode, ajustó la mira telescópica y se fue hacia la ventana. Iba a ser muy lamentable para la gente, tan ilusionada con el concierto: matar a ese señor de casi setenta años (“un pedazo de historia”, le habían dicho) que solo comía verduritas thai, que se movía por el escenario de un modo fresco y natural, que iba de la guitarra al piano, que se empeñaba en hablar un gracioso español y que era tan querido por el público. “Tiene cara de niño y también vejez de niño”, pensó cuando lo tuvo en la mira. Podía ver con toda claridad ese rostro de ojos saltones y boca en permanente actitud de sorpresa, una especie de dibujo animado japonés, ahora con las inevitables arrugas que el tiempo estampa. Podía apuntarle a la cabeza o al pecho. Dejó pasar un par de temas. Cuando estaba dispuesto a disparar irrumpieron los primeros acordes de “All My Loving”. Quedó congelado. Retiró el dedo del gatillo, se quitó los auriculares y recordó que había escuchado la canción por primera vez en una heladería de su pueblo, cuando había ido a tomar un helado con su primera novia y la máquina de discos reproducía esos versos tan simples, tan especiales, tan universales: “Close your eyes and I’ll kiss you/ Tomorrow I’ll miss you”.

Volvió a concentrarse en su trabajo, puso el ojo en la mira y el dedo en el gatillo y de nuevo tuvo ante sí a uno de los hombres más conocidos del planeta. Otra vez apuntó a la cabeza. El músico que tanta felicidad provocaba allí donde iba y cuyos conciertos parecían tener un don curativo, conservaba la voz, las ganas de tocar y el talento intactos. “Muy lindo, muy loable, pero eso no debería interferir en mi profesión de exterminador”, pensó.

A punto estaba de apretar el gatillo cuando sonó “Eleanor Rigby”, una melodía tan melancólica como saltarina. “Ah, es esa...”, dijo en voz alta, y ahora sus recuerdos fueron a parar a un amigo que tenía un tocadiscos y muchos discos, y que cada tanto organizaba bailes los sábados a la noche en el patio de su casa. Sí, había bailado esa canción con aquella chica rubia que tanto le gustaba. Sintió una lejana emoción, apenas un leve desajuste en su cuerpo, tal vez el esbozo de una sonrisa. Dejó el rifle a un lado, encendió un cigarro y reflexionó: “Los afectos no deben entorpecer mi trabajo de ninguna manera”. Terminó el cigarro, aplastó la colilla y volvió a empuñar el rifle.

Otra vez lo tenía en la mira cuando comenzó “Hey Jude”. Le tembló la mano y tuvo que volver a quitar el dedo del gatillo. Ahora cantaba todo el estadio y la música llegaba como si fuese una lluvia torrencial de notas: ¡Na... na... na... nananana! ¡Hey Jude! No tuvo más remedio que contemplar el espectáculo de la gente con los encendedores: un hormiguero humano en plena comunidad, en plena hermandad, en pleno ritual. Casi que se había olvidado del rifle como una parte de su cuerpo, y eso le dolió.

Ahora sí estaba preparado. Volvió a poner su ojo en la mira, volvió a sentir el gatillo en el dedo y volvió a buscar al músico, que no estaba en el escenario. Los aplausos eran ensordecedores y la algarabía del público, incontenible. Si el tipo tocaba tres días seguidos, la gente iba a seguir allí, sin moverse. De pronto apareció por un costado, con la guitarra. Volvió a apuntarle. Lo tenía a su merced y con total claridad para bajarlo cuando se escuchó “Yesterday, all my troubles seemed so far away...”. Y largó el moco, no lo pudo evitar. Sus lágrimas caían como paltas sobre el rifle, sobre el estuche, sobre el piso de la habitación húmeda, haciéndola más húmeda. Cuando bajó por las escaleras arrastrando los pies, el estuche y la vida, las enfermeras cantaban, los pacientes cantaban, los médicos recetaban y cantaban, y él no paraba de llorar por aquel amor en la heladería, por aquella rubia con la que había bailado, porque ya no tenía profesión, porque ni siquiera sabía quién era y porque tenía una irrefrenable necesidad de seguir escuchando esa maravillosa música.